Las
ciudades no están adaptadas a los niños. Es como si ellos no formaran parte o
solo lo hicieran como una inevitable molestia: un pequeño adulto imperfecto en
proceso. Mientras crecen, los niños están a cargo de adultos responsables que
deben limitarles en cualquier tipo de manifestación, velando de que sus
pequeños “no molesten”. En muy pocos
espacios y actividades se integra a los niños que parece que solo pueden
participar en lugares específicamente diseñados para ellos y aún entonces, en
muchos casos, se desatiende con evidente desconocimiento sus necesidades y su
naturaleza necesariamente diferente a la nuestra, los adultos.
Atendiendo
a la diversidad, se han desarrollado normativas locales y nacionales que
regulan por ejemplo la accesibilidad. Todavía
queda mucho por hacer y circular en una silla de ruedas sigue siendo difícil,
pero se han realizado notables esfuerzos económicos y de diseño ante la
obligatoriedad de que los espacios estén adaptados a todo tipo de usuarios. No
se habla de adaptar los espacios (no solo físicamente) a los niños, de formarles como ciudadanos responsables y participativos. Parecería
que ellos debiesen limitar su experiencia a lugares acotados como colegios,
ludotecas, parques infantiles y peloteros.
Los
niños siguen en manifiesto abandono y los adultos limitan radicalmente los lugares
que frecuentan cuando adquieren su nuevo estatus de “padres”. Mi hijo es casi siempre el único niño de
lugares de notable interés para el aprendizaje y la cultura de un niño, como
pueden ser los pequeños bares con conciertos. Tiene la suerte de escuchar todo
tipo de estilos en minúsculas salas que le permiten una interacción familiar
tanto con músicos, como con el público. Su inquietud y naturalidad es bien
recibida en espacios que se caracterizan por el “buen rollo” de sus
parroquianos.
En
otros espacios, sin embargo más frecuentados, existe una tolerancia casi nula
hacia los más pequeños. Como ejemplo reciente, hace un par de días bajamos a dar un paseo frente al
mar y mientras yo me sentaba en un banco, mi hijo escaló un árbol perfectamente
dispuesto para dicha actividad. No era una actividad molesta y ni el niño ni el
árbol peligraban. Desde su interacción para mí es muy importante enseñarle a
respetar el entorno y la naturaleza. Desde la experiencia, no desde la
prohibición. Sin embargo unos paseantes se sintieron con la legitimidad de
increparme a gritos. Pareciera entonces
que tuviéramos que bajar la cabeza y evitar que el niño continuase con su
actividad, bajo la mirada de dudoso valor moral de esos viandantes
malhumorados. Esta no es una escena aislada y yo he decidido rebelarme
abiertamente frente a estos "comandos anti-niños”, enseñándole a mi hijo que él
tiene todo el derecho siempre que respete el entorno, a vivir y re-crearse en
una ciudad, que suficientemente olvidados tiene ya las necesidades de sus
habitantes más menudos.
(interviniendo en la ciudad en un taller de Serendipia)
Cuanta razón tienes!
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